La idea de elaborar una ley contra los discursos del odio, motorizada por figuras secundarias del kirchnerismo, no es más que un intento de amordazar las críticas y desviar la atención de los verdaderos problemas del país.
Puede que no se trate de un dudoso mérito argentino, pero nuestra empecinada capacidad para no llamar a las cosas por su nombre resulta por momentos deslumbrante. Y si en el inventario ocupa un lugar destacado eso de llamar “redistribución” a un ajuste, hablar de otra cosa cuando no queremos que se mencione lo que nos pasa es uno de nuestros rasgos principales.
Como suele suceder en estos casos, no han sido las mentes más preclaras del Gobierno nacional las que salieron a promover este recurso, sino esas segundas líneas no muy esclarecidas que están a la espera de una oportunidad para demostrar su compromiso militante. En todas las cortes, toca a los bufones el penoso papel de divertir a los monarcas diciendo lo que ellos no pueden.